Volvía a ser de
noche. En la posaba reinaba el silencio, un silencio triple.
El silencio más
obvio era una calma hueca y resonante, constituida por las cosas que faltaban.
Si hubiera soplado el viento, este habría suspirado entre las ramas, habría
hecho chirriar el letrero de la posada y habría arrastrado el silencio calle
abajo como arrastra las hojas caídas en otoño.
En la posada, un
par de hombres, apiñados en un extremo de la barra, bebían con tranquila
determinación. Su presencia añadía otro silencio, pequeño y sombrío, al otro
silencio, hueco y mayor. Era una especie de aleación, un contrapunto.
El tercer
silencio no era fácil reconocerlo. Si pasabas una hora escuchando, quizá
empezaras a notarlo en el suelo de madera y en los bastos barriles que había
detrás de la barra. Estaba en la chimenea de piedra negra. Y estaba en las
manos del hombre allí de pie, sacándole brillo a la superficie.
La posada era
suya, y también era suyo el tercer silencio. Así debía ser, pues ese era el
mayor de los tres silencios, y envolvía a los otros dos. Era profundo y ancho
como el final del otoño. Era grande y pesado como una gran roca erosionada. Era
un sonido paciente e impasible, como el de las flores cortadas; el silencio de
un hombre que espera la muerte.
Aqua!!